Aquella mañana el dolor de cabeza, hizo que Consuelo saliera rápidamente de la cama, tomara una prolongada ducha y dirigiera sus pasos rumbo a la plaza de la ciudad. Caminaba con pausa respirando muy profundo. En esos instantes lentamente comenzó a serenar sus pesares, sintiendo que la naturaleza con su delicada y majestuosa presencia, la ayudaba a erradicar la inmensa pena que contenía su alma.
Paso a paso oraba con cierta cuota de fe, disfrutando el cantar mágico de tantas aves que por bondadosas no lloran, entendiendo así, que debía revisar los instantes difíciles que la atormentaban, para poder con la generosidad de la entrega, ser capaz de ponerse en el lugar y corazón de otros que también tenían sus propios tormentos.
Al escuchar el carillón de la iglesia decidió entrar, arrodillarse y rezar. Pasó mucho tiempo conectada con Dios, recibiendo a lo lejos el mensaje del sacerdote que realizaba su prédica, guardando en su yo más intimo las palabras que el hombre decía: "Perdonen a quienes les hayan herido con injustas ofensas, olviden, comiencen de nuevo"
Sé que en teoría es fácil casi posible, en la práctica tortuoso casi imposible, porque cuando en el corazón se provocan heridas, la cicatrización es lenta y cautelosa, pero a lo largo del tiempo todas se curan.
Queridos amigos lectores, a lo largo del sendero cada día, conocemos gente diferente, algunos logran emocionarnos con la sabiduría de sus años, otros nos hacen felices con su sencillez, con su prudencia y otros muchos nos embelesan con sus cortos años trasportándonos en un viaje misterioso hasta su inigualable inocencia. Junto a este grupo de seres humanos, encontramos también aquellos que tan solo piensan en si, luchando segundo a segundo por lograr adulaciones, aplausos y recompensas, olvidando el sentido máximo de nuestro tránsito por este espacio llamado tierra: Amar al prójimo como a si mismo, levantando a los caídos, aplaudiendo los triunfos ajenos sin envidias ni rencores que solo envejecen, por lo mismo al final del camino dejan de cumplir con un mandamiento exigente que nos insta por fe, a trabajar el espíritu sin dobleces ni máscaras, dando algo más de bondad, mucho menos de envidia, muchas flores durante la vida, preciosos recuerdos sobre nuestra tumba.