Un grupo de diez diputados ha solicitado la remoción del fiscal Armendáriz, acusando persecución, ojeriza, mala voluntad, en suma, en contra del General Yáñez. Diputados del Frente Amplio y altos dirigentes o líderes comunistas, discuten acaloradamente (tan acaloradamente que disfrazan su condición de aliados) acerca de la formalización del alcalde Jadue. Y el alcalde Jadue, por su parte, insinúa persecución incluso del presidente.
Y así.
Todos esos casos son dignos de análisis porque ponen de manifiesto las tensiones inevitables que hay, y habrá cada vez más, entre el derecho por una parte y la política, por la otra.
Una caracterización de la política y del derecho, puede ayudar a comprender esas tensiones.
La política se dejaría guiar por lo que la literatura más clásica, llama razones prudenciales, es decir, consideraciones relativas a la propia conveniencia. Actúa en este sentido prudencialmente no quien hace lo que juzga que es mejor o más correcto en sí mismo, sino quien calcula lo que, atendido este o aquel objetivo, le conviene. Actuar por razones políticas querría decir obrar con cálculo, para obtener este o aquel fin.
El derecho, en cambio (a pesar de las apariencias) intentaría guiar la conducta de las personas en base a reglas que se aceptan como dogmas, como criterios indiscutibles para el obrar (por eso los juristas llaman a su disciplina "dogmática"). Esta característica diferenciaría al derecho de la política porque intenta dejar fuera cualquier cálculo de conveniencia por parte de quien aplica la norma.
En suma, el político calcularía en base a su interés y sus objetivos; el jurista y el fiscal, en cambio, dejarían que lo que dice la regla sustituya su criterio, consentirían en aplicar simplemente lo decidido en una regla. En la tradición antigua esto se creía tan a pie juntillas que incluso solía aconsejarse hacer justicia; aunque el cielo se viniera abajo. La mejor figura que representa esta idea del funcionario de la ley es el Inspector Javert, de Los Miserables de Víctor Hugo, quien actúa dejándose guiar nada más que por la regla sin ninguna otra consideración.
Esas figuras del político y del jurista o del funcionario de la ley, son, por supuesto, caricaturas, exageraciones de algunos aspectos de lo real; pero, como es obvio, en la práctica ni el político actúa solo por interés, ni el fiscal solo por consideración a la ley.
Ni los políticos que han presentado el requerimiento contra Armendáriz están actuando solo por cálculo de su propio interés o el de su sector, ni tampoco el fiscal Armendariz actúa por la sola consideración de lo que dice la regla. Y es que cuando los políticos persiguen la remoción del fiscal lo hacen porque piensan que él infringió la ley (que le ordena actuar con objetividad) y cuando el fiscal, este u otro, decide perseguir a un general de la policía, en este caso a Yáñez, lo hace hasta cierto punto discrecionalmente (como lo prueba el hecho que el Consejo de defensa del estado decidió no querellarse contra Yáñez) y es probable que también animado por ese combustible que se llama notoriedad.
¿Sería mejor la vida pública o la vida cívica, si cada uno de ellos, el fiscal, por una parte, y el político, por el otro, obraran siempre ciñéndose a su perfil arquetípico? ¿El primero solo en base a la ley, el segundo calculando su interés?
Es probable que no.
En un mundo así los inspectores Javert tendrían la última palabra, nadie calcularía las consecuencias de las acciones, y si bien la justicia medida por la pura ley, se realizaría, el resto se vendría abajo o quedaría maltrecho. Y al revés, en un mundo donde el político que calcula y planifica guiara por esa sola consideración la vida colectiva, la justicia no existiría en modo alguno.
Y en ambos casos el resultado a corto andar sería peor.
Hay entonces que alegrarse de estas querellas y disputas entre fiscales y políticos, porque muestran que ninguno tiene la última palabra de su lado y así son los ciudadanos los que, ayudados por los ojos y los oídos de la prensa, pueden juzgar.