Crimen al día
Uno de los fenómenos más preocupantes del último tiempo -que se suma al envilecimiento de los espacios públicos y una cierta desvergüenza en el obrar delictual- es el aumento de los crímenes violentos. Este fin de semana Santiago y Valparaíso sumaron seis muertos a balazos.
¿A qué puede deberse ese fenómeno? ¿Quién es el responsable de controlarlo?
Desde luego, y tal como lo reclamaron este lunes un grupo de alcaldes y alcaldesas, el control del orden público es una tarea gubernamental. Y lo es a tal extremo que la oferta de mayor seguridad y de control de la delincuencia suele aparecer en la competencia electoral.
Pero, como es obvio, la capacidad de las instituciones para controlar el orden público no depende solo de su inteligencia o sagacidad o eficiencia. También depende de su legitimidad, es decir, de la sensación muda de que el policía merece se le respete. Y entonces es probable que exista aquí un primer factor a considerar: hay ineficiencia de las instituciones, sobre eso no parece haber duda; pero también hay un deterioro de su legitimidad. Instituciones que se desprestigian por su propio comportamiento, o a las que se desprestigia mediante un discurso derogatorio, tarde o temprano ven estropeada su legitimidad y entonces el control espontáneo que su sola presencia debiera provocar ya no se produce. Se ha dicho mil veces y vale la pena repetirlo: el respeto de la ley no depende de la capacidad del estado de sancionar su transgresión, depende ante todo de la obediencia que le prestan, sin coacción alguna, las personas.
Y en Chile ha habido el último tiempo tanto un mal comportamiento policial, como un discurso público que descree del orden y deslegitima a la policía.
Se suma a lo anterior lo que podría llamarse una atmósfera anómica. Desde un tiempo a esta parte -y acentuada por la revuelta de octubre y la pandemia- las dos fuentes para orientar el comportamiento se han venido al suelo. En efecto, los seres humanos se dejan guiar, ante todo, por los ciclos de la naturaleza y por la ley. Y ocurre que ambas fuentes de orden han experimentado estos años una fuerte crisis. El resultado está a la vista en las paredes de la ciudad, en las plazas y en los parques, donde actos y conductas que apenas anteayer eran impensadas, hoy ocurren y se verifican sin sorpresa de nadie. La línea invisible que separa lo que es razonable y admitido, de aquello que no lo es, se ha vuelto borrosa y zigzagueante.
Y, en fin, se encuentra la cuestión migratoria.
La migración contemporánea no solo se refiere a esos miles y miles de personas que escapan de sus países en busca de mejores condiciones para ellas y para sus hijos (luego de que la promesa de bienestar fracasara en manos de gobiernos torpes y corruptos), sino que también migran el crimen ordinario y para qué decir el narcotráfico, industrialmente organizado. Estas dos formas de migración no están necesariamente vinculadas. La industria del narcotráfico por su propia índole -y al igual que cualquier actividad de mercado- tiende a expandirse y a colonizar partes de la estructura social que son más vulnerables.
De esta forma entonces la crisis de legitimidad de las instituciones, la atmósfera anómica y la mayor vulnerabilidad que provoca la crisis de la pandemia, se confabulan para crear espacios sociales vulnerables a su colonización por parte del narcotráfico y el crimen organizado.
Controlar el crimen y producir orden -una de las tareas básicas del presidente electo- requerirá componer la legitimidad de la policía, luchar con gestos y con símbolos contra la atmósfera anómica, regular la migración sin control por la que se cuela el crimen y desplegar un decidido plan de acción contra la industria del narcotráfico.
¿Será fácil? Por supuesto que no. Es muy difícil. Pero hay algo que el presidente electo no debiera hacer: echar la culpa a su antecesor. Quien postula a la presidencia no lo hace para culpar de lo que ocurre a quien le precedió, lo hace porque se siente capaz de resolver los problemas que el anterior no pudo.