Donde viven los miedos
Soñar con una casa es soñar con uno mismo. Los sueños de hogar tienden a tener como escenario las piezas donde se vive ahora o donde ocurrió la infancia, con sus mesas, sillas y camas, alimento, diálogo y descanso. Muy bonito, salvo porque después del "soñé que estaba en mi casa" tiende a venir una descripción de un lugar no necesariamente real debido a la luz, grietas de temblores o vertientes que nacen en el piso.
Cada ciudad, pueblo o barrio tiene una casa que alimenta la capacidad de soñar y narrar de los vecinos. Las más entretenidas no son las con reja blanca, patio perfecto y terraza para recibir a los amigos, sino aquellas cubiertas por rastros de incendio, paredes descascaradas, persianas caídas, enredaderas que han crecido hasta tener tronco, cercos bajos o destruidos como invitando a entrar a sus habitaciones que, pese a verse solitarias, hay algo que las habita. Todos quienes miran lo saben.
Así y con muebles victorianos podría ser descrita "La maldición de Hill House", de la autora estadounidense Shirley Jackson, adaptada varias veces al cine, la última vez en 2018 por Netflix, en un intento de actualización que juega con los miedos de una familia que llega a vivir a la casa. Para Jackson, la arquitectura y cómo esta influye en los seres que la habitan es un tópico fundamental, ya que ella es nieta y bisnieta de arquitectos.
Los misterios de la línea curva fueron el lenguaje para conectar con sus antepasados en 1959, a través del relato de un experto en sucesos paranormales, un heredero de Hill House y dos mujeres jóvenes, sensibles, que han pasado por hechos inexplicables. Los cazafantasmas, pero escritos por Jackson con una exquisitez psicológica que comienza con "ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta. Incluso las alondras y las cucarachas, suponen algunos, sueñan".
Los personajes se desdoblan según sus miedos, observados por la casa para incentivarlos. La autora pasó así sus últimos años, encerrada por una agorafobia que, con mucho cuidado en la escenografía bajo la producción de Martin Scorsese, quedó plasmada en la película "Shirley", de 2020, disponible en Mubi. La historia ocurre en el campo, porque las casas tienen que gozar de cierto aislamiento para que los monstruos puedan tocar el piano.
O quienes los consultan, como Clara del Valle en "La casa de los espíritus", de Isabel Allende, novela situada antes del Gobierno del Presidente Salvador Allende y publicada en 1982, pudiera seguir experimentando con la mesa de tres patas hasta su matrimonio con Esteban Trueba, el prometido de su hermana, Rosa del Valle, quien falleció con su pelo verde, como una sirena.
Trueba construye una casa para Clara con "múltiples escaleras torcidas que conducían a lugares vagos, de torreones, de ventanucos que no se abrían, de puertas suspendidas en el vacío, de corredores torcidos y ojos de buey que comunicaban los cuartos para hablarse a la hora de la siesta, de acuerdo a la inspiración de Clara, que cada vez que necesitara instalar un nuevo huésped, mandaría a fabricar otra habitación en cualquier parte y si los espíritus le indicaban que había un tesoro oculto o un cadáver insepulto en las fundaciones, echaría abajo un muro, hasta dejar la mansión convertida en un laberinto encantado imposible de limpiar". Las casonas así son una costumbre en el terror que, claro, en Latinoamérica están hechas de adobe y tienen una relación promiscua con el realismo mágico.
Porque el diseño y los objetos de una vivienda, más allá de que se "vean bonitos", cuentan la historia de quienes la habitan, algo que Edgar Allan Poe en su poema "El cuervo", editado a mediados del siglo XIX, donde un joven viudo lee y es visitado por "el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado /sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta /de mi habitación./ Y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita /y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo", para gritarle que "¡nunca más!" verá a Leonor.
Hasta canciones y capítulos de The Simpsons se han hecho con aquel "nevermore!", que Poe luego conceptualizó en el texto "La filosofía de la composición", donde explica que el lugar en "El cuervo" para "el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho, porque le da la fuerza que un marco agrega a una pintura". Por esto, "decidí situar al amante en su habitación santificada con los recuerdos de la mujer que había vivido ahí. La habitación se describiría como ricamente amueblada con objeto de satisfacer (...) la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía".
El escritor estadounidense ya habla de departamentos que hoy aparecen con cañerías de agua que dejan escuchar otros lenguajes, como uno de los debuts más citados en este siglo, "La casa de hojas", metanovela experimental de Mark Z. Danielewski, situada en la provincia de Estados Unidos. Atrás quedan las luces de la capital para abrazar una réplica del universo de Borges ("El Aleph") donde muere Zampanò, un viejo gruñón cuyo refrigerador "no estaba vacío, pero tampoco había comida. Lo había atiborrado de libros pálidos y extraños", dice un joven sin rumbo que entra a mirar motivado por la previa y trágica muerte de los gatos del sector.
En el suelo está "la cosa" formada por "cientos y cientos de páginas. Marañas interminables de palabras, que a veces se retorcían para formar algo coherente y a veces no llevaban a nada, a menudo desmontandose, siempre modificándose hacia otros textos con los me encontraría más adelante, garabateados sobre servilletas viejas, en los bordes rotos de un sobre, una vez incluso en el dorso de un sello de correos; cualquier cosa menos dejar un trozo de papel vacío".
El miedo en esta época viene desde la escritura de códigos virtuales, cuyas combinaciones pueden curar dolores o detonar la arquitectura interior de los huesos a través de cosas "simples", como el amor en "La casa de los sueños", de Carmen María Machado, milenial estadounidense de origen cubano-austríaco que juega con los "Motivos de la literatura popular", vademecum de mediados del siglo pasado, escrito por Stith Thompson.
La narradora está en una relación al tiempo que termina la universidad. Entre proyectos, comienza un coro que titula cada texto: "La casa de los sueños como" y aparece un postulado de Thompson como las "famosas últimas palabras", que son "podemos follar -dice-, pero no podemos enamorarnos". O una "epifanía", como "la mayor parte de los maltratos domésticos son completamente legales".