En los últimos meses, dos propuestas se han enfocado en reducir el Impuesto de Primera Categoría. La primera fue presentada en marzo por la candidata presidencial Evelyn Matthei, quien propone una baja gradual del impuesto corporativo desde el 27% actual al 18% en un plazo de diez años. La segunda propuesta, la cual será entregada por el Colegio de Contadores de Chile a los candidatos presidenciales, sugiere una reducción diferenciada: un 22% para grandes empresas y un 11% para las pequeñas y medianas empresas.
Ambas iniciativas argumentan que esta medida fomentaría la inversión privada y fortalecería la competitividad. Matthei utiliza como referencia el modelo irlandés, que con una tasa del 12% logró atraer capital extranjero y dinamizar su economía. Por su parte, el Colegio de Contadores propone un esquema segmentado que, además de reducir las tasas, contempla un sistema tributario plenamente integrado. Este modelo, que sugiere un 22% para grandes empresas y un 11% para PYMEs, busca mejorar la competitividad de estas últimas en el mercado nacional e internacional.
No obstante, los efectos fiscales de ambas propuestas son considerables. La reducción al 18% planteada por Matthei representaría una pérdida anual de USD 4.205 millones, equivalente al 35% del gasto público en salud y al 41% del gasto en educación en Chile. En cambio, el esquema del Colegio de Contadores, aunque menos agresivo, implicaría una merma de USD 2.373 millones anuales, afectando de forma directa un 3,3% de los ingresos del Gobierno Central.
En un contexto de déficit estructural cercano al 3,2% del PIB y una deuda pública que bordea el 42,3%, la reducción de los ingresos fiscales necesita ser compensada. Sin un reemplazo claro, se corre el riesgo de debilitar servicios públicos fundamentales o agravar el déficit fiscal, afectando la estabilidad macroeconómica del país.
Ambas propuestas dejan en el aire la pregunta más relevante: ¿cómo reemplazar esos ingresos para no comprometer el financiamiento de derechos sociales y la estabilidad fiscal? Si no se responde a esta interrogante, el camino de la reducción tributaria podría derivar en un debilitamiento de los servicios públicos y un aumento del déficit estructural, trasladando esa carga a las futuras generaciones.