Todos te dicen que debes tener éxito, ser el primero, destacar y ganarle a los demás. Y ojalá, además, adquirir fama. Ese es el mensaje que te transmiten por todas partes y son muchos los que, a fuerza de no pensar, consideran que eso es lo normal, que en eso consiste la existencia humana. Me preocupa que te lo creas, me daría mucha pena que hicieras tuya una semejante concepción de la vida, que trae consigo graves inconvenientes.
La obsesión por el éxito tiene hoy a la gente estresada. En los colegios y universidades es un factor que influye en muchos problemas de salud mental. Como los alumnos no consiguen cumplir todas las expectativas, terminan frustrados. Sucede en el campo académico, pero la plaga del exitismo abarca todos los aspectos de la vida, incluida la apariencia física. Nos meten en la cabeza que una persona exitosa tiene que ser bonita, tener una determinada altura o no pesar más de tantos kilos.
Conozco muchos exitosos que, en el fondo, son unos grandes fracasados. Han triunfado y, sin embargo, no saben qué hacer con sus vidas. O se les fueron los humos a la cabeza y son unos pavos reales. Piensan que todo lo que han obtenido se debe exclusivamente al mérito suyo y se transforman en unos ingratos poco solidarios. Piensan que no le deben nada a nadie. Olvidan que hasta algo tan elemental como caminar les ha sido enseñado por otros. No podrían hablar, leer o vestirse si no hubiesen recibido el apoyo de muchas otras personas. El mérito existe, pero en buena medida es de otros.
Nuestra cultura tiene un auténtico horror al fracaso, y eso es una tontería. Los fracasos nos enseñan muchas cosas buenas, nos hacen más comprensivos y, en el fondo, si los aprovechamos nos vuelven más humanos. Está lleno de cursos de liderazgo, para ser exitosos, y en ninguna parte se nos enseña cómo aprender de los fracasos.
Es frecuente que, en el afán por ser exitosas, las personas terminen haciendo trampas. Al comienzo se trata de cosas que parecen inocentes, aunque no lo son: copiar en las pruebas, o mentir para no echar a perder la propia imagen. Después, cuando están en la vida profesional, las trampas son bastante más serias, y con frecuencia causan la desgracia de muchos otros. ¿Y por qué hacen todo esto? Porque tienen que ser exitosos.
Quienes están contagiados por el virus del exitismo son incapaces de alegrarse por el bien ajeno. Al revés, les causa sufrimiento. Esto caracteriza a la envidia, un vicio no muy elegante, que lleva a sentir dolor por la alegría de otros.
No seré yo quien niegue la importancia del esfuerzo, del trabajo duro. Tampoco quiero proponer la indiferencia y la pasividad, males aún peores. Pero lo fundamental aquí no es obtener unos resultados, sino lo que te sucede a ti mismo en todo ese proceso. Por esa vía puedes hacerte una mejor persona.
De lo que se trata, en definitiva, no es de tener éxito, sino de ponerse en condiciones de servir mejor a los demás. Entender la vida como un servicio a los otros ciertamente no está de moda, pero es mucho más interesante que concebirla como el juego de la sillita musical, donde la gente va quedando fuera y al final uno solo es el que triunfa.
¡Feliz Navidad!