La violencia comenzó de a poco. Ustedes advirtieron hace muchos años que esto podía llegar a ser grave, pero Santiago tenía otras preocupaciones. La violencia seguía creciendo, y Santiago respondió con comisiones y palabras, muchas palabras. Llegaron a la Araucanía extranjeros que no venían precisamente a trabajar, y nadie hizo nada. Después aparecieron los narcos, que son malos pero no tontos. Sabían que si lograban taparse con un poncho indigenista se tornarían invulnerables. Después llegaron otros delincuentes, y la violencia siguió creciendo. Nadie hizo nada.
Perdona, me corrijo: algunos hicieron mucho. Durante años, difundieron por todas partes -desde las universidades hasta los matinales- la idea de que la fuerza del Estado era esencialmente ilegítima. Estas ideas permearon incluso a un sector de nuestro sistema de justicia. Sin embargo, Santiago miraba desde una apática distancia tus angustias, tus justificados miedos, tu creciente frustración.
Me gustaría hacer algo por ti, pero como muchos otros chilenos de regiones me siento impotente. No soy Ministro del Interior, ni Presidente, ni fiscal, ni juez. Lo único que puedo es alzar mi voz desde esta columna para decirte que estamos contigo y hacer un par de reflexiones que ojalá le sirvan a alguien.
La primera se vincula a la lógica de nuestro sistema político. La mayoría de los chilenos hemos elegido vivir en democracia y eso es bueno, muy bueno, siempre que uno tome algunas precauciones. En efecto, todos estudiamos en la enseñanza media que la democracia era el gobierno de la mayoría con respeto de la minoría. Este respeto no sólo se da en el plano de las ideas. Sucede que, como en la democracia un hombre es un voto, en muchos países ha sucedido algo que ni Montesquieu, ni Jefferson ni Tocqueville pudieron prever: el crecimiento desmesurado de algunas ciudades, lo que puede dar origen al despotismo de mayorías poblacionales. Así, como las elecciones se deciden fundamentalmente en Santiago los incentivos para preocuparse de ti son escasos.
Dado lo anterior, existen algunos mecanismos que buscan evitar esos abusos. Uno de ellos es la existencia del Senado, donde las regiones están en pie de igualdad. Por eso algunos insistimos una y otra vez que resulta muy grave la pretensión del borrador constitucional de abolir el Senado, cuando habría que hacer todo lo contrario: darle más atribuciones. No en vano, nuestros vecinos peruanos, víctimas del unicameralismo de Fujimori, hoy plantean la posibilidad de restituir en su sistema político la Cámara Alta.
La segunda consideración que quiero hacer apunta directamente al drama que los afecta a ustedes, habitantes de la Araucanía. Por muchos años algunos nos han hecho creer que la eliminación de los poderes represivos producirá un crecimiento automático de la libertad. Esta filosofía inspira buena parte de la acción del actual Gobierno, pero naturalmente no es patrimonio suyo, muchos otros la han promovido antes. Ciertamente puede suceder en algunos casos: si se fuera Kim Jong-un de Corea o Maduro de Venezuela probablemente florecería la libertad.
Ahora bien, en condiciones normales, bien puede suceder que el retiro de los poderes represivos no traiga consigo un crecimiento de la libertad, sino más bien un auge de otro tipo de poderes: los opresivos.
¿O alguien piensa que ustedes, ciudadanos de la Araucanía, son más libres gracias a la impotencia de las fuerzas de orden? Ese vacío de poder ha sido llenado por toda suerte de fuerzas oscuras, violentas, caprichosas y prepotentes.
Yo no puedo resolverles sus problemas, pero al menos está en mis manos poner de relieve las consecuencias a las que nos lleva una mala filosofía. Resulta muy simpático repetir las teorías de Foucault y otros como él con un trago en la mano desde la comodidad de un departamento de burgués progresista santiaguino. Pero las consecuencias de esa crítica a la legitimidad de la fuerza estatal la han pagado ustedes. Me parece injusto, completamente injusto