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Pedro Aguirre Cerda: "El más querido de todos"

El escritor chileno Jorge Baradit cuenta en detalle la vida y el contexto social de siete personajes de la Historia de Chile incómodos en su tiempo. En "Héroes" (Sudamericana) se asoman Manuel Rodríguez, Águeda Monasterio, Francisco Bilbao, Ramón Freire y Pedro Aguirre Cerda. Aquí un adelanto del texto sobre este ultimo.
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Es un día gris en Santiago de Chile. La ciudad despertó sobresaltado por el ruido de armas y militares que se movían a las carreras en las cercanías del palacio de La Moneda. El gobierno ha obtenido en las urnas gracias a sus promesas de ayuda para los más pobres, los más necesitados, y que enarbolaba las banderas de un socialismo democrático, estaba en peligro. El Presidente había llegado temprano al palacio para organizar su defensa. Días antes, ciertas leyes antimonopolios -que buscaban reducir el poder de unas pocas familias que controlaban todo, desde la industria hasta la política, los sueldos y los sueños de la gente- se habían anunciado, y la respuesta de la élite, que vio su suelo temblar, no se hizo esperar. Aunque, en realidad, las conspiraciones y la preparación de los fusiles habían comenzado incluso antes de que el presidente ingresara a La Moneda. Tres meses antes de asumir el mando, la conjura ya había planeado su derrocamiento, sin importar si el gobernante lo hacía bien o mal. Su asunción era pura y simplemente una amenaza para el orden patronal del país.

-Señor Presidente, tenemos vehículos listos afuera para llevarlo a un lugar seguro-, le dijo el edecán.

El Presidente lo miró consternado. Sacó un arma y le gritó en la cara: «¡De aquí no me sacan sino muerto! ¡Mi deber es morir matando en defensa del mandato que me entregó el pueblo!»

Los asesores se miraron. El reloj les jugaba en contra. A esas horas no se sabía aún la magnitud del alzamiento y La Moneda podía convertirse rápidamente en una ratonera.

-Pero, señor Presidente...-, intentó decir el edecán antes de ser interrumpido.

-¡Jamás! ¡De aquí solo me sacarán con los pies por delante!-, replicó Pedro Aguirre Cerda, quien ya había tomado una decisión dramática, una que nadie se atrevió a cuestionar de nuevo.

En la misma sala, desde una esquina, observaban en silencio al gobernante su esposa, Juanita Aguirre, el ministro de Hacienda y un muy joven ministro de Salubridad que, con los ojos como platos, recordaría para siempre ese momento. Era un tal Salvador Allende Gossens.

Era 1939 y Chile estaba lejos de ser una taza de leche. Por primera vez en nuestra historia el país -acostumbrado a seguir los mandatos de un Errázuriz Aldunate, un Errázuriz Zañartu, un Errázuriz Echaurren, un Riesco Errázuriz, un Manuel Montt o un Pedro Montt o un Julio Montt o cualquiera de esos nombres que aparecen en las cartas de vinos- era dirigido por un hombre de origen pobre, moreno, de apellido Aguirre y profesor de Estado, más encima. No podía ser. Tenía que ser un error, un mero traspié en la historia. Este presidente que gobernaba en favor de los más desposeídos no provenía de la aristocracia chilena, como históricamente había ocurrido, y era hijo de una modesta familia de agricultores de la zona de Los Andes, de un hogar que perdió su precario equilibrio al morir su padre cuando él era solo un niño de ocho años. Su madre, a la fuerza, sola, debió hacerse cargo de trabajar la tierra para rozar la chance de alimentar a sus once hijos.

***

Pedrito fue un niño callado de escasos recursos. Sus curiosos ojos achinados vieron una y otra vez los senderos de tierra de la quinta región, sin que nadie a su alrededor, ni los huasos que lo veían pasar ni las señoronas que lavaban la ropa en enormes bateas, sospechara siquiera que ese niño pequeño para su edad, con su bolso a cuestas y esas patas flacas como zancudo, se convertiría pasado el tiempo en uno de los mejores presidentes de nuestra historia. Y no tenían cómo imaginarlo, si nunca había ocurrido. Y así fue avanzando el niño, a contracorriente, rebelándose contra la ignorancia, el odio y el prejuicio de un país clasista, sin jamás olvidar su origen humilde y dedicando su vida a trabajar por los niños como él, que aplanaban senderos de tierra sin más futuro que los azadones, la mendicidad o el delito. Pedro, entonces, descubrió temprano que la educación sacaba de la ignorancia, que salvaba del abandono, que te hacía crítico, que... Educación, educación y educación, repetía como mantra en su mente.

Nadie que no haya vivido la carencia en pellejo propio valora tanto lo que consigue a futuro. Nadie que no haya experimentado la pobreza en toda su realidad es capaz de ponerse en el lugar de los que sufren. Por eso sostengo que haber tenido un presidente con esa historia de vida es un lujo.

Pedro Aguirre Cerda estudió Pedagogía por estos mismos motivos. Enseñó en liceos para pagarse su vida de estudiante universitario y por las noches impartía clases gratuitamente a obreros y mujeres trabajadoras de la capital, lugar en donde conoció sus miserias, sus conventillos y su hambre.

Con enorme esfuerzo, al cabo de los años logró titularse de profesor y luego de abogado. Su memoria de grado se llamó "La instrucción secundaria en Chile".

Hijo de la educación pública, por su desempeño es seleccionado para especializarse en la universidad de La Sorbona, en París, comenzando su ascendente carrera. Pero es importante entender que, de no haber tenido el país educación gratuita, Pedro Aguirre Cerda jamás habría podido salir de las calles polvorientas del pueblito en que nació, ni menos desplegar el talento que luego devolvió con creces al Estado de Chile.

El país por esos años, segunda década del siglo pasado, lo estaba pasando muy mal. Durante el primer gobierno de Alessandri, buscando maneras de enmendar el rumbo, se fijaron en este abogado de origen modesto y lo alzaron como ministro del Interior.

La Primera Guerra Mundial había llegado a su fin, los alemanes habían inventado el salitre sintético y la noche cayó de golpe sobre «el sueldo de Chile» de esos años. Enormes fortunas se amasaban por la venta de este mineral, en la práctica nuestra única gran exportación. Los gobiernos y las grandes familias chilenas se habían dedicado hasta allí a disfrutar de la millonada salitrera, viajando a Francia con toda la familia y cocineros propios, institutrices y séquitos de sirvientes por temporadas completas, farreándose la gran oportunidad de invertir en el desarrollo del país. Ahora, casi de la noche a la mañana, todo se derrumbaba de manera estrepitosa por la irresponsabilidad de la clase dominante. Las masas de trabajadores, que nunca disfrutaron de la bonanza, fueron atacados por el hambre. Ellos, que no profitaron de los tiempos buenos, ahora debían sufrir los malos. Ellos, que vivieron en carne propia los años de vacas flacas, debieron aguantar nuevos años de... vacas aún más flacas. Así había sido siempre, para ellos. Comenzaron los levantamientos populares y las protestas. Ya no daban más. Por desgracia, no debió pasar mucho tiempo para que el gobierno de Alessandri hiciera frente a la crisis tal como se acostumbra en Chile: con represión, una represión tan dura que aún hoy hiela la sangre como heló la de Pedro Aguirre Cerda al enterarse de la cruel masacre de obreros en la salitrera San Gregorio, un derramamiento de sangre espantoso. Por principios, Pedro renunció al gobierno, horrorizado. Tres años después, abandonó incluso el país, cansado de los golpes de Estado y la persecución.

El país era un caos. En Iquique se levantaban albergues al aire libre para recibir a los cientos de desempleados, niños desnutridos y enfermos abandonados. Familias como las de tus abuelos o bisabuelos se alimentaban de los restos de las ferias libres, organizando ollas comunes con más agua que huesos en su afán por sobrevivir. El país estaba fracturado a tal punto que el salitre aún en su cotización más baja en la historia seguía siendo una alternativa, de miseria pero alternativa al fin, ante la hambruna que asolaba al resto del país. Decenas de barcos transportaban como animales a familias completas hacia el norte, sin ningún cuidado ni prevención. Hasta que en 1922 ocurrió lo inevitable: el vapor Itata naufragó con cuatrocientas personas pobres que viajaban en busca de esperanzas a las oficinas del desierto. A cambio encontraron el congelamiento en el fondo del océano y la muerte por inmersión. Y eso no fue todo. El martes 29 de octubre de 1929 el capitalismo colapsócomo nunca antes y la bolsa de Nueva York se derrumbó. El llamado Martes negro produjo un efecto económico similar al del meteorito que destruyó a los dinosaurios: gerentes y exmillonarios se arrojaban por las ventanas de los rascacielos neoyorquinos, el caos se apoderaba de las calles y Occidente entró en un período de oscuridad del que demoraría años en recuperarse, casi cuarenta hasta volver a asomar la nariz una vez más.

Y aunque parezca inconcebible, el país más afectado del planeta por esta crisis fue... Chile, que recibió un golpe de nocaut. Nunca seremos capaces de recrear en detalle la miseria en la que vivieron los chilenos de esos años. Con uno de los porcentajes de muerte infantil más alto del mundo, solo nos comparábamos con Calcuta y unas cuantas ciudades africanas.

Mis abuelos, para bajar el ejemplo a un plano terrenal, trabajaban en la oficina salitrera de Humberstone, y de un día para otro se quedaron sin trabajo, sin pensión, sin salud, sin nada en medio del desierto de Tarapacá. Lo único que mi abuela pudo hacer fue sacar sus pocos muebles, utensilios y trastos afuera de la casa y venderlos con el sueño de comprar pasajes en la tercera clase de algún barco y regresar a Valparaíso. Demoraron un día en llegar a Iquique. Mi tío Daniel, de un año de edad, no paraba de llorar bajo el sol aplastante de la pampa. Prácticamente con lo puesto y nada más subieron al bote que los llevaría al vapor Chile, pero el mar estaba tan movido que el bote no pudo acercarse lo suficiente a la rampa del barco y mi abuelo tuvo que saltar, mirar atrás y pedir a mi abuela que le arrojara a la guagua. Por unos instantes, todo el futuro de mi familia, mi tío Daniel, se redujo a un arco en el aire entre unas manos que lo lanzaban y unas manos que esperaban recibirlo. En el movimiento, mi abuela perdió un zapato. Así entraron a Valparaíso. Cuando viajé por primera vez a Iquique, en los años noventa, quise pensar que ese zapato aún estaba ahí, al fondo de la bahía, cubierto de algas, durmiendo bajo la arena.

El mandatario se formó académicamente en chile y en francia.

Jorge Baradit

Sudamericana

200 páginas

12 mil


Héroes

Aguirre cerda Nació en Pocuro, un pequeño pueblo cercano a Los Andes.

"Héroes" del escritor jorge baradit reune siete perfiles, entre ellos, el de aguirre cerda.

Por Jorge Baradit

"Pedrito fue un niño callado de escasos recursos. Sus curiosos

ojos achinados vieron una y otra vez los senderos de

tierra".

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Con enorme esfuerzo, al cabo de los años logró titularse de profesor y luego de abogado. Su memoria de grado se llamó "La instrucción secundaria en Chile".

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