Desempolvando a la abuela
¿Cómo te llamaba ella?
Me interpelaba con el diminutivo de Enriquillo y siempre me estimuló como artista. A los diez años me había celebrado una ilustración de san Francisco, obra que realicé por encargo subliminal suyo. Su sentido común se fundaba en proverbios ingleses, y cuando cumplí doce años pretendió que yo estudiara inglés, cosa que nunca he terminado de hacer.
¿Por qué te dio ese lugar destacado?
Porque era una persona que distribuía su afecto por partes no equitativas, creo que hasta entre sus propios hijos. Una actitud no muy buena ni para los elegidos ni para los desplazados, y yo diría que su resolución de destacarme fue consecuencia de mi decisión de nacer en su casa. Mi familia se trasladaba una y otra vez de lugar. Había que empacar y desempacar para entrar y salir de las detestables pensiones de Agustinas o Catedral abajo, y entonces estaba convenido que durante esos lapsos me acogería. En su casa yo era recibido y despedido con regalos extraordinarios que siempre me arrepiento de no haber conservado. Por ejemplo, mi abuela me traspasó la victrola de mueble que su hijo mayor le había regalado y que por lo tanto era algo más que un objeto. O la máquina de escribir que había pertenecido a mi abuelo.
Eso está en unos versos en La musiquilla de las pobres esferas: "Abuela de escribir, máquina mía, / ya no corre sangre por mis venas"... Tu abuela fue tu primera musa.
Varios poemas en distintas épocas aluden a ella directamente. Mi abuela tenía ensoñaciones religiosas, algo como un delirio religioso controlado. Intuía que esa exacerbación podía ser su punto ciego del ojo, y siempre insistió en que yo no fuera a pensar que era una beata común y silvestre. Y no lo era. Ella tenía la impresión crítica de que la Iglesia católica debía renovarse para enfrentar el desafío del mundo moderno y pensaba que para eso la Iglesia necesitaba que apareciera un santo de carne y hueso; o, más exactamente, la resurrección de san Francisco de Asís con su concepción desjerarquizada del mundo. Había esperado cautelosamente que alguno de sus hijos fuera sacerdote y reencarnara al santo; luego fui yo el que tomó el relevo en sus expectativas. Cuando partí a Europa en 1965, puede que ella haya conectado, como siempre lo hizo, en realidad, la mística y la poesía. Murió en 1966, después de renunciar con piadosa ironía a la tentación de haber aspirado a contar con un santo dentro de la familia.
¿Cuál fue su contribución a tus fijaciones estéticas y literarias?
Mi abuela era muy música, había estudiado violín, y eso me permeó de alguna manera. Y también me regaló unos libros de pintura que después destruí. Les saqué páginas para colgar las reproducciones que tenían, que eran las primeras reproducciones en colores de pinturas que se hacían a fines del siglo XIX o a principios del XX, en la Tate Gallery. Los prerrafaelistas, Rossetti, William Morris, Burne-Jones, eran tipos que yo conocí, gracias a eso, a los siete años. Unas pinturas tan mórbidas y tan extrañas.
¿Era lectora?
Sí, era lectora. Claro que cuando yo la conocí leía nada más que novelas policiales.
Por todo lo que dices, parece ser que fue ella quien te conectó con el prerrafaelismo y la Belle Époque, que están presentes no solo en tu poesía, sino también en tus dibujos
Es que por una especie de anomalía cronológica se me agregó como propio ese pasado. En La Orquesta de Cristal, el diálogo con la Belle Époque es irónico, pero en "Beata Beatrix" y en otros poemas el diálogo es en serio y algo del prerrafaelismo propiamente tal se hace ahí presente como en una sesión de espiritismo. En realidad, la experiencia de lo imaginario, en el sentido de lo fantasmal, está asociado para mí con esas imágenes, de las cuales mi abuela fue una suerte de médium, así que sin proponérselo me hizo un amateur de las anacronías. Durante un buen tiempo los prerrafaelistas estuvieron desprestigiados, porque se les consideraba "literarios". Estuvieron muy desprestigiados, y entonces yo me sumé al desprestigio de estos señores. Por ejemplo, siempre quedé con la sensación de que la pintura prerrafaelista tenía interés. En realidad es porque la había visto en la época de mi infancia, pero me hice el leso y me acoplé a toda esta tendencia contra la pintura literaria. Hacia 1967 se hizo una gran exposición del simbolismo que recorrió el mundo, y después de eso hubo un revival de estas cosas que siempre me han rondado y que me siguen gustando. Llegué a ver algunos originales de esa pintura prerrafaelista en Londres y me impresionaron mucho. Me he dado cuenta de que he hecho un recorrido buscando primeras impresiones de la infancia y eran impresiones culturales. Además, con el correr de mis propios años, esos trazos se han ido expandiendo y ramificando como zonas de un rompecabezas que se va armando con el tiempo. Por todo lo conversado, creo que la presencia de mi abuela no se limita al recuerdo de un personaje. Stendhal dijo: "El estilo es el hombre". Yo diría que es también la abuela del hombre.
CLAUDIA DONOSO. Tu abuela parece ocupar un lugar privilegiado en tu memoria, incluso como destinataria de poemas.
ENRIQUE LIHN. Yo tengo una especie de complejo de Edipo con mi abuela. Era muy expresiva y a la vez muy lejana. Una persona muy puritana, también. O sea que la relación que teníamos no era una relación afectiva entre una mujer mayor y un niño, sino entre una dama y un caballero victorianos. Creo que la gente de fines del siglo XIX tendía a ver en los niños adultos en miniatura, y como yo era un huésped asiduo en su casa me confirió, a manera de título nobiliario, una madurez artificial.
Extracto del libro "Enrique Lihn en la cornisa"
de Claudia Donoso