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El regreso de la fiesta interminable de Lucia Berlin

"Lucía, bendita sea", anotó su hijo Mark en el prólogo de "Una noche en el paraíso". Tras la muerte de la escritora, sus relatos sobre mujeres regadas de whisky y cabreadas de la rutina lograron fama mundial. Estos nuevos 22 cuentos la traen de vuelta, con escenarios que incluyen los años que vivió en Chile.
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La primera antología póstuma que se publicó de lucía berlin lleva 16 ediciones y se han vendido los derechos en 30 países.

Con 22 cuentos habitados por nuevos y viejos personajes de su amplio mundo, Lucía Berlin (1936-2004) ha vuelto a las librerías con "Una noche en el paraíso" (Alfaguara). Antes, "Manual para mujeres de la limpieza" (Alfaguara) dejó con la boca abierta a la crítica mundial. "Su prosa desciende de Proust y de Chéjov", anotó Elizabeth Geoghegan en "The Paris Review". Tras una vida en la oscuridad, ahora se le reverencia como genio literario", opinó Brigit Katz en "The New York Times. La escritora nació en un campamento minero de Alaska y vivió en Chile desde los 11 a los 17 años. Se casó tres veces, tuvo cuatro hijos y se bebió todo el whisky que pilló. En sus cuentos las mujeres también beben. O se desintoxican con Nembutal y leche con galletitas. La selección de "Una noche en el paraíso" es cronológica y parte en 1943, en El Paso, en la amarilla Texas de su infancia. La protagonista es una pequeña andariega de siete años que prefiere llamarse Lucha. Así lo graba en una cadenita que se compra en el terminal de buses y se cuelga al cuello. Junto a su amiga Hope cruzan a diario a Ciudad Juárez, donde deambulan entre los pachucos del Bar El Gavilán, las orillas fangosas del Río Grande y algunos sitios baldíos donde brillan las botellas quebradas que parecen amatistas.

El abuelo violento y la madre que pega manotazos vuelven a aparecer en estos relatos de una niñez vagabunda y despabilada con su amiga de ascendencia siria. Los fulgores nocturnos de una fundición es un espectáculo que no se pierden: "Nosotras nunca hablábamos por hablar como la mayoría de las niñas. Ni siquiera hablábamos mucho. Sé que no dijimos una palabra de la terrible belleza del humo o de los cristales resplandecientes".

En 1949 Lucía ya está en Santiago de Chile. Acá se inspira en el personaje Laura, una adolescente de cuarto de secundaria que camina por Las Lilas y Hernando de Aguirre. Tiene que soportar en el colegio las peroratas de la Señora Fuenzalida, alias Fiat porque era "baja, recua, casi negra, con unas gafas de espejo redondas como faros". Junto a sus amigas Conchi y Quena se escriben cartas que abrirán luego de 30 años. El cuento "Andado. Un romance gótico", es lo que anuncia su nombre: una fantasía tormentosa en un fundo sureño donde la misma Laura cae en brazos de un seductor latifundista, una pintura donde Berlin se luce describiendo cierto campo chileno y sus costumbres.

La vuelta a Estados Unidos merece un relato con sus múltiples escalas en Lima, Panamá, Miami y el destino final en Albuquerque, donde a Berlin la espera la universidad y una vida lejos de la familia. Tras los sucesivos transbordos, en los que conoce por boca de otros facetas de sus padres desconocidas, la protagonista resume con cierta acritud esta independencia: "Me sentí mayor. No adulta, sino como ahora me siento. Sabiendo que había tanto que no veía o no comprendía, y ahora es demasiado tarde. El aire de Nuevo México era limpio y frío. Nadie vino a recibirme".

Matrimonios e hijos

En el libro surge también cierta bohemia de un primer matrimonio a los 19 años. Nos lo narra una testigo amiga que hace ver como una boba a esta esposa abnegada que se quema los dedos para pasarle la taza a su esposo o que le calienta los calzoncillos con la plancha a la salida de la ducha. Es un mundo de guaguas recién nacidas y desesperanza, de petacas de Jack Daniel's y navidades con enojos familiares. Un esposo músico de jazz y una casa que reparar en la Sierra Sandía. Todo da forma a los trabajos y los días de esa época vigorosa, plena de rosales y pandillas alcohólicas que se recuerdan a la distancia.

Gitaneo hasta Nueva York, acarreando maletas y corazones maltrechos, no impiden ver la hermosura del mercado al aire libre o los cerezos en flor; hay tiempo para escuchar Chet Baker y meterse en triángulos amorosos, hay una corrosiva rutina que embrutece y de la que se quiere librar mientras odia al puntual cartero: "Me deprime ese hombre. Es como un robot, todos los santos días sigue el mismo horario, tiene calculados hasta los semáforos. Hace que mi propia vida me parezca triste".

"Una noche en el paraíso", el cuento que titula a este volumen, se sitúa en Puerto Vallarta, México, en los días que John Huston filmaba "La noche de la iguana" con un reparto explosivo: Elizabeth Taylor, Richard Burton y Ava Gardner. Miramos bajo los ojos, pero no la voz, de Hernán, el barman del hotel Océano que se desenvuelve con la sabiduría acostumbrada de los que no protagonizan nada más que sus propias vidas. El despliegue de personajes es una catarata de gigolós, viejas millonarias, estrellitas en Seconal y traficantes, una fauna dispersa donde uno de ellos "siempre tenía esa cara estúpida de quien se acaba de despertar en el autobús".

"Es duro vivir en el paraíso", dice uno de los personajes de estos cuentos donde los hogares se multiplican y puede ser la bahía de Yelapa, viviendo en una choza con fina arena blanca en el suelo y techo de palma, lo que no impide que lleguen los traficantes más fieros a enganchar con heroína al padre de familia que, siempre, termina desertando.

En Corrales, Nuevo México, se rearma la vida una mujer de menos de 30 años que por las noches estudia para su doctorado y lleva la casa y a cuatro hijos. Construye conejeras para conejos que nunca serán comidos y es vigilada por su vecina fisgona que muere de espanto al ver a un chico de 19 años que la visita asiduamente.

El mismo hombre

Las ex esposas también se encuentran en uno de estos cuentos. Son dos almas curtidas que han terminado por apreciarse. Al amparo del ron y de un canuto de marihuana, hablan de la debilidad que comparten por el mismo hombre.

En la Navidad de 1974, con hijos adolescentes y sus amigos que atiborran una pequeña casita de dos dormitorios, enfrentan la visita de una cuñada catete que busca un cambio de vida. Es la rígida profesora que no perdona a los remolones, que lleva una vida disipada con la botella escondida dentro de la lavadora, un pozo al que cae para volverse a levantar a barrer, refregar y encerar.

DETOX y FANTASMAS

El último tercio del libro tiene cuentos igual de centellantes que los primeros, pero como la edad avanza sabemos que algo ha decantado, a veces como una agua quieta donde surge la presencia de los muertos queridos, a veces como crueles dentelladas al hueso, con tintes divertidos y soeces a la vez.

Bares de mala muerte, clínicas de desintoxicación, relatos de yonkis y la señora de la limpieza con su alma detectivesca aparecen como queridos escenarios y personajes. Hay tanta maldad y ternura en Lucia Berlin como honestidad y una que otra certeza.

Su visita al Louvre es crepuscular y con la muerte asomada por todos los vericuetos del célebre museo donde la protagonista se pierde, se encuentra y queda suspendida en el tiempo en un trance hipnótico.

También recorre como peregrina el Combray de Proust y compra las violetas de Parma para dejarlas absorta en su tumba hasta que una horda de admiradores de Jim Morrison se le cruza y la saca del embrujo. Hay un cuento protagonizado por Jane, profesora retirada que vuelve a pisar México tras dos décadas. Mishima y el toreo planean sangrantes por estas páginas consagradas a la muerte. El último cuento también lo protagoniza una mujer adulta, una melancólica Tess que se sumerge en las aguas y lugares donde fue feliz, acompañada de una niñita y de una vieja en su baño de mar.


Lucía, bendita sea

Lucia, bendita sea, era una rebelde y una mujer con un arte extraordinario, y en su día su vida era un baile. Ojalá pudiera contar todas sus anécdotas, como aquella vez que recogió a Smokey Robinson en la Avenida Central de Albuquerque, y lo llevó fumando un canuto al concierto que daba en el Tiki-Kai Lounge. Llegó tarde a casa, con restos de Chanel bajo el olor a humo y sudor. Fuimos a una danza sagrada en Santo Domingo, Nuevo México, por invitación de un anciano de la tribu. Uno de los bailarines se cayó y Lucia pensó que ella tuvo la culpa. Desgraciadamente, el pueblo entero pensó lo mismo, porque éramos los únicos forasteros. Durante años ese fue nuestro tótem de la mala suerte. En la familia, todos aprendimos a bailar en la playa, en los museos, en restaurantes y clubes como si fuéramos los dueños del lugar, en centros de desintoxicación y cárceles y galas de entregas de premios, con yonquis, chulos, príncipes e inocentes. El caso es que si intentara contar las peripecias de Lucia, incluso desde mi punto de vista (ya fuera o no objetivo), pasaría por realismo mágico. Nadie se creería esas movidas.

Mi primer recuerdo es la voz de Lucia, leyéndonos a mi hermano Jeff y a mí. No importa qué cuento fuera, porque cada noche traía una historia con su dulce tonada, un acento mezcla de Texas y Santiago de Chile. Canciones, como "Red River Valley". Culto, pero llano... y que por suerte no heredó de su madre el deje nasal de El Paso. Quizás soy la última persona que habló con ella y, una vez más, me leyó. No recuerdo qué (¿una reseña, un fragmento de los cientos de lecturas que le pedían, una postal?), solo su voz clara, amorosa, volutas de incienso, destellos de crepúsculo y que después los dos nos quedamos en silencio contemplando sus libros. Sabiendo el poder y la belleza de las palabras que guardaban en esas estanterías. Algo que saborear y ponderar.

Junto con el humo y el gusto por escribir, heredé sus dolores de espalda, y gruñíamos y se nos escapaba la risa al unísono o en armonía cada vez que alargábamos el brazo para coger más cambozola, una galleta salada o uvas. Quejándonos de los medicamentos y los efectos secundarios. Nos reíamos del primer precepto budista: la vida es sufrimiento. Y de la actitud mexicana de que la vida no vale mucho, pero desde luego puede ser divertida.

Recuerdo a mi madre muy joven, paseándonos por las calles de Nueva York: nos llevaba a museos, a visitar a otros escritores, a ver una linotipia en marcha y a pintores trabajando, a oír jazz. Y entonces de pronto estábamos en Acapulco, luego en Albuquerque. Las primeras paradas de una vida itinerante, con un promedio de nueve meses en cada escala. Aún así, el hogar era siempre ella. Vivir en México le daba terror. Escorpiones, lombrices intestinales, cocos que caían de las palmeras, la policía corrupta y astutos traficantes de drogas; pero como recordamos el día antes de su cumpleaños, de algún modo habíamos sobrevivido. Lucia sobrevivió por lo menos a tres maridos y sabe Dios a cuántos amantes... ¡y eso que a los catorce años los médicos le dijeron que nunca podría dar a luz y que no pasaría de los treinta! Trajo cuatro hijos al mundo, de los que soy el mayor y el más problemático, y criarnos le costó horrores. Pero lo hizo. Y bien.

UNA DE LAS MAYORES DIFICULTADES QUE DEBIÓ ENFRENTAR LUCÍA FUE SU PROBLEMÁTICA RELACIÓN CON EL ALCOHOL.


Una noche en el paraíso

Lucía Berlin Editorial Alfaguara 282 págs. $ 14 mil.

la escritora también vivió en méxico.

"Me sentí mayor. No adulta, sino como ahora me siento. Había tanto que no comprendía, y ahora es demasiado tarde".

fotos: buddy berlin

"Me deprime ese hombre ese hombre. Es como un robot, todos los santos días sigue el mismo horario, tiene calculados hasta los semáforos".

Prólogo de Mark Berlin al libro "Una noche en el paraíso "