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Todo sobre los gatos: sus amos, leyes y enemigos

"El tigre en la casa", de Carl Van Vechten, fue escrito en 1920 y ahora se traduce por primera vez al castellano. Como dice el epígrafe, es "una historia cultural del gato".
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En algún punto de la vida, reparamos en los gatos. Y hay tres opciones, como para casi todo lo existente: amor, odio o indiferencia. A los gatos cuando se los ama es con total pasión, la misma que despliega Carl Van Vechten (1880-1964) en "El tigre en casa", un compilado de devoción gatuna con un subtítulo amplio: "Una historia cultural del gato". El tomo fue publicado hace poco, y por primera vez en español, por la editorial chilena Hueders y la trasandina Sigilo.

Como es de imaginar, y se comprueba en el índice, hay algunos tópicos que muchos damos por supuestos: el arte, la poesía y la literatura inspiradas por el gato. En su representación pictórica o como escultura, por ejemplo, el autor se queja de lo poco y mal que se ha sabido representarlo Occidente. En cambio, alaba la precisión de Oriente para inmortalizar el gesto gatuno en porcelanas y grabados. "El arte de percibir los recovecos de la reserva felina continúa siendo exclusivamente asiático, al parecer", concluye y menciona que en Japón, por ejemplo, han llamado a este animal casero como "el tigre que come de la mano".

Por supuesto que está mencionado Charles Baudelaire como epítome del poeta amante de los gatos, porque para el autor los poetas están por encima de prosistas y pintores en su comprensión del gato, ya que "están más en contacto con el espíritu del grimalkin, el alma del gatito".

Una legión de literatos franceses encabeza las huestes de amantes: Victor Hugo, Théophile Gautier, Émile Zola, Joris-Karl Huysman y otros tantos galos que rendían culto a los tigres en miniatura.

También desgrana algunos gatos de escritores célebres, empezando por Hodge del doctor Johnson, "que comía ostras y molestaba a Boswell"; o Lilith, la gata de Stéphane Mallarmé, quien sostenía que "un gato es un apéndice necesario para la casa". Cruzando el Atlántico estaba Mark Twain, confeso admirador que jugaba billar con sus gatos a quienes bautizó con nombres sonoros como Sour Mash, Apollinaris, Zoroaster y Blackerskite.

Además, salta a la palestra Lord Byron, que era decididamente animalista: "En Ravenna una vez tuvo cinco gatos, ocho perros, diez caballos, un águila, un cuervo, un halcón, cinco pavos reales, dos gallinas pintadas y una grulla egipcia. A Shelley le horrorizaba tanta bestia, pero Bryon las encontraba encantadoras".

Hay pocas mujeres mencionadas y entre ellas destaca la francesa Colette, que escribió en 1905 "Diálogos de animales" para complacer a su marido. Son pequeñas piezas donde relucen las diestras descripciones sicológicas de la encantadora Kiki-la-Doucette y el perro Toby.

Otros aspectos menos deducibles hacen del libro un ameno y divertido conjunto de anécdotas sobre el gato y las leyes, un apartado donde se recalca el irreductible espíritu libertario del gato, poco dado a las sujeciones. Pero están presentes en testamentos y en leyes marítimas que los contemplan como tripulantes que aseguran la carga de las voraces ratas. Reyertas entre amantes de las aves y gatos depredadores también hay suficientes para dictar sentencias, así como añosos códigos ingleses que garantizan su valor y propiedad.

En cuanto a la música, el autor se detiene con gozo en el maullido y sus entonaciones que conforman lo que denomina "el gatés", un lenguaje con varias consonantes que puede modular setenta y tres notas. Presente en muchas de las páginas del libro está Feathers, la adorada gata del autor, de quien detalla su "grito de caza", ese que le suena "similar al crujido apagado de una bisagra oxidada".

Pero no se crea que sólo hay loas en este tomo, porque las descripciones de torturas y tratos indignos que han recibido los gatos a lo largo de la historia también están presentes, como en el apartado de la música donde se habla del "órgano de gatos", un siniestro instrumento musical que para sonar usaba a gatitos. Se debe mencionar también el inimaginable lugar de lujo que ocupaba el gato en el teatro, al menos en la época y lugar donde vivió Van Vechten, un sujeto muy culto que se codeaba con intelectuales brillantes como Gertrude Stein.

Antigatos

Los que odian a los gatos también tienen su lugar en el libro, así como la vertiente ocultista del gato y sus huellas en el folclor. Casi al comienzo, en el recuento de sus rasgos, deja claro el aprecio infinito que tuvo Van Vechten por estos animales: "Cualquiera que haya vivido en términos de igualdad con un gato sabe que va a demostrar su inteligencia unas cincuenta veces al día. Sin duda es la inteligencia de la variedad egoísta, y con ello muestra cuánto más fina es que en el resto del mundo animal". Amor por la etiqueta, un anarquista aristocrático y tiránico, adicto al bartoleo nocturno. Así lo define.

Andrea Palet, editora y traductora de "El tigre en la casa", cuenta que el libro lo descubrió el dueño y editor de Sigilo, Maxi Papandrea. Sin conocerse, le ofrecieron esta tarea, que los fue haciendo amigos. "Maxi es gatero a nivel platinum y sé que está muy contento porque al libro le está yendo muy bien en Argentina. Él se lo propuso como coedición a Rafael López, de Hueders, me llamaron y me contrataron", recuerda Palet.

Acompaña al texto las ilustraciones simples y expresivas de un dibujante argentino, Krystopher Woods, que delineó un minino que capta toda la plasticidad felina en una miniatura.

El trabajo de edición, agrega Andrea Palet "fue muy agradable, porque me gusta mucho traducir y no me resulta difícil: no he estudiado Inglés ni Traducción, pero sí sé mucho castellano y creo que lo uso bien; he editado unas 70 traducciones y sé desprenderme de las estructuras calcadas y producir un texto que sea fiel y al mismo tiempo suene fluido en nuestro idioma", agrega.

La dificultad de traducir un libro que fue escrito en 1920 vino en el capítulo donde se aborda la poesía gatuna. "Las vi negras, porque eran poemas en inglés y francés, bien anticuados, algunos ignotos, sin referencias y quería que sonaran bien en castellano", comenta la editora, quien define el estilo dl autor como "ligeramente irónico y muy entretenido. Como uno se imagina a un dandy de la vieja escuela".

-¿Cuál es el gato que más recuerdas en tu vida?

-Mi primer gato se llamó Milo y lo quise mucho; se enfermó de algo que no supimos, murió en la veterinaria y me dio tanta pena que a los siguientes gatos los he tratado con indiferencia. Ya no me van a romper el corazón otra vez.


"El tigre


en la casa"

Carl Van Vechten

Editorial Hueders

$16.000

324 páginas

Por Amelia Carvallo

shutterstock

La autobiografía intelectual de Mario Vargas Llosa

En su nuevo libro, "La llamada de la tribu", el Nobel peruano revisa las lecturas que fueron moldeando su pensamiento. En un adelanto de esa obra, Vargas Llosa abre la biblioteca de los autores que fueron blindando sus ideas liberales: Smith, Ortega y Gasset, Engels, Karl Popper, Camus y Orwell entre muchos otros.
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El escritor peruano mario vargas llosa, de 81 años, es premio nobel de literatura

Nunca habría escrito este libro si no hubiera leído, hace más de veinte años, To the Finland Station, de Edmund Wilson. Este fascinante ensayo relata la evolución de la idea socialista desde el instante en que el historiador francés Jules Michelet, intrigado por una cita, se puso a aprender italiano para leer a Giambattista Vico, hasta la llegada de Lenin a la estación de Finlandia, en San Petersburgo, el 3 de abril de 1917, para dirigir la Revolución rusa. Me vino entonces la idea de un libro que hiciera por el liberalismo lo que había hecho el crítico norteamericano por el socialismo: un ensayo que, arrancando en el pueblecito escocés de Kirkcaldy con el nacimiento de Adam Smith en 1723, relatara la evolución de las ideas liberales a través de sus principales exponentes y los acontecimientos históricos y sociales que las hicieron expandirse por el mundo. Aunque lejos de aquel modelo, éste es el remoto origen de La llamada de la tribu.

No lo parece, pero se trata de un libro autobiográfico. Describe mi propia historia intelectual y política, el recorrido que me fue llevando, desde mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano, al liberalismo de mi madurez, pasando por la revalorización de la democracia a la que me ayudaron las lecturas de escritores como Albert Camus, George Orwell y Arthur Koestler. Me fueron empujando luego, hacia el liberalismo, ciertas experiencias políticas y, sobre todo, las ideas de los siete autores a los que están dedicadas estas páginas: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron y Jean-François Revel.

Descubrí la política a mis doce años, en octubre de 1948, cuando el golpe militar en el Perú del general Manuel Apolinario Odría derrocó al presidente José Luis Bustamante y Rivero, pariente de mi familia materna. Creo que durante el ochenio odriísta nació en mí el odio a los dictadores de cualquier género, una de las pocas constantes invariables de mi conducta política. Pero sólo fui consciente del problema social, es decir, de que el Perú era un país cargado de injusticias donde una minoría de privilegiados explotaba abusivamente a la inmensa mayoría, en 1952, cuando leí La noche quedó atrás, de Jan Valtin, en mi último año de colegio. Ese libro me llevó a contrariar a mi familia, que quería que entrara a la Universidad Católica -entonces, la de los niños bien peruanos-, postulando a la Universidad de San Marcos, pública, popular e insumisa a la dictadura militar, donde, estaba seguro, podría afiliarme al partido comunista. La represión odriísta lo había casi desaparecido cuando entré a San Marcos, en 1953, para estudiar Letras y Derecho, encarcelando, matando o mandando al exilio a sus dirigentes; y el partido trataba de reconstruirse con el Grupo Cahuide, del que fui militante por un año.

Fue allí donde recibí mis primeras lecciones de marxismo, en unos grupos de estudio clandestinos, en los que leíamos a José Carlos Mariátegui, Georges Politzer, Marx, Engels, Lenin, y teníamos intensas discusiones sobre el realismo socialista y el izquierdismo, «la enfermedad infantil del comunismo». La gran admiración que sentía por Sartre, a quien leía devotamente, me defendía contra el dogma -los comunistas peruanos de ese tiempo éramos, para decirlo con una expresión de Salvador Garmendia, «pocos pero bien sectarios»- y me llevaba a sostener, en mi célula, la tesis sartreana de que creía en el materialismo histórico y la lucha de clases, pero no en el materialismo dialéctico, lo que motivó que, en una de aquellas discusiones, mi camarada Félix Arias Schreiber me calificara de «subhombre».

Me aparté del Grupo Cahuide a fines de 1954, pero seguí siendo, creo, socialista, por lo menos en mis lecturas, algo que, luego, con la lucha de Fidel Castro y sus barbudos en la Sierra Maestra y la victoria de la Revolución cubana en los días finales de 1958, se reavivaría notablemente. Para mi generación, y no sólo en América Latina, lo ocurrido en Cuba fue decisivo, un antes y un después ideológico. Muchos, como yo, vimos en la gesta fidelista no sólo una aventura heroica y generosa, de luchadores idealistas que querían acabar con una dictadura corrupta como la de Batista, sino también un socialismo no sectario, que permitiría la crítica, la diversidad y hasta la disidencia. Eso creíamos muchos y eso hizo que la Revolución cubana tuviera en sus primeros años un respaldo tan grande en el mundo entero.

En noviembre de 1962 estaba en México, enviado por la Radiotelevisión Francesa en la que trabajaba como periodista, para cubrir una exposición que Francia había organizado en el Bosque de Chapultepec, cuando estalló la crisis de los cohetes en Cuba. Me enviaron a cubrir la noticia y viajé a La Habana en el último avión de Cubana de Aviación que salió de México, antes del bloqueo. Cuba vivía una movilización generalizada temiendo un desembarque inminente de los marines. El espectáculo era impresionante. En el Malecón, los pequeños cañones antiaéreos llamados bocachicas eran manejados por jóvenes casi niños que aguantaban sin disparar los vuelos rasantes de los Sabres norteamericanos y la radio y la televisión daban instrucciones a la población sobre lo que debía hacer cuando comenzaran los bombardeos. Se vivía algo que me recordaba la emoción y el entusiasmo de un pueblo libre y esperanzado que describe Orwell en Homenaje a Cataluña cuando llegó a Barcelona como voluntario al comienzo de la guerra civil española. Conmovido hasta los huesos por lo que me parecía encarnar el socialismo en libertad, hice una larga cola para donar sangre, y gracias a mi antiguo compañero de la Universidad de Madrid Ambrosio Fornet y la peruana Hilda Gadea, que había conocido al Che Guevara en la Guatemala de Jacobo Árbenz y se había casado y tenido una hija con él en México, estuve con muchos escritores cubanos ligados a la Casa de las Américas y a su presidenta, Haydée Santamaría, a quien traté brevemente. Cuando partí, unas semanas después, los jóvenes cantaban en las calles de La Habana «Nikita, mariquita, / lo que se da / no se quita», por haber aceptado el líder soviético el ultimátum de Kennedy y haber sacado los cohetes de la isla. Sólo después se sabría que en este acuerdo secreto John Kennedy al parecer prometió a Jruschov que, a cambio de aquel retiro, Estados Unidos se abstendría de invadir Cuba y que retiraría los misiles Júpiter de Turquía.


"La llamada


de la tribu"

Mario Vargas Llosa

Editorial Alfaguara

320 páginas

$14.000

Adelanto del libro "La llamada de la tribu" (Editorial Alfaguara). Páginas 11 a 14.

Por Mario Vargas Llosa

EFE/ Javier Lizón

"Seguí siendo, creo, socialista, por lo menos en mis lecturas, algo que, luego, con llucha de Fidel Castro y sus barbudos en la Sierra Maestra (...), se reaviraría notablemente".