Tenía solo dos años y ya había sufrido demasiado. No alcanzó a conocer mucho. Tal vez no había salido de Calama. No supo cómo era el sonido de las olas reventando en las playas de Mejillones. No supo lo que era tenderse en la arena al sol sin tener que preocuparse por nada, solo esperando que el agua de mar refrescara sus pies. No pudo elegir si escuchar reguetón, ser rockero o amar el folclore. O todo junto. No. Probablemente recibió castigos y quizás hasta golpes, y a sus escasos 24 meses su madre había estado lejos de él, privada de libertad. Él mismo estuvo privado también de esa compañía necesaria. ¿Se habrán vulnerado sus derechos? ¿Habrá sentido dolor corporal producto de una agresión? ¿Habría sido ingeniero, enfermero, chofer o barrendero? ¿Habría hinchado por Cobreloa? ¿Por Colo Colo? ¿La U?
Injustamente perdió la posibilidad de aprender, de leer y, con la lectura, llegar a lugares imposibles, insospechados. No pudo alcanzar su máximo potencial y algunos dirán que estaba marcado con esas carencias desde antes de nacer. Y probablemente sea así. No solo fallaron sus padres, que tenían la obligación natural, moral y legal de cuidarlo, guiarlo y hacer de él un hombre de bien -cuya responsabilidad es indudable, fuera de toda discusión- sino que también sus familiares tienen una gran culpa, inexcusable, sus vecinos que afirmaron saber que era golpeado, el sistema de protección infantil, el Estado y finalmente la sociedad misma. Todos fallamos con Mateo.
"Ojalá no haya más Mateo" dicen muchos hoy, generales después de las batallas. Pero lamentablemente sabemos que en Calama hay muchos Mateo, así como en Copiapó, Antofagasta, en Concepción, en La Dehesa, La Pintana y Providencia. En todo Chile hay niños y niñas que están siendo vulnerados a diario en sus derechos, que no tienen una red de protección, con padres y madres ausentes, con vecinos temerosos o pusilánimes, con un Estado que no ha hecho lo suficiente para que estos casos no se repitan.No solo Calama llora a Mateo.