Nuestro país ha decidido auto flagelarse, invirtiendo recursos sostenidamente en una medición que cada año dice lo mismo, pues el Simce presenta resultados desastrosos, explicables en su generalidad por el factor socioeconómico de las familias a las que pertenecen los niños y jóvenes que la rinden.
Es indiscutible la necesidad de hacer estudios y establecer mediciones. Sin embargo, una de las premisas de la investigación es no estudiar lo que ya se sabe, entonces ¿Para qué medimos y difundimos marcando a las escuelas con bajos resultados? Para decirle a una familia, escoja donde quiere que se eduquen sus hijos, pero toda la oferta es de baja calidad.
Las mediciones no son nocivas en sí mismas, lo lamentable y antiético es el mal uso de dicha información, en manos de quién está y con qué fines se utiliza.
Quienes hemos trabajado en escuelas de bajos resultados, constatamos la dificultad de llevar el día a día. Directores que gestionan la pobreza, profesores cansados y desmotivados, sin tiempo para la reflexión y el crecimiento profesional.
Estudiantes desanimados y con escaso apoyo familiar, padres que trabajan muchas horas y sin círculo de contención. A esto se suman establecimientos educacionales sin espacio ni material para que los estudiantes realicen talleres experienciales. En definitiva, un escenario adverso para obtener los resultados que los sostenedores esperan.
Propiciar la calidad en la escuela significa presentar oportunidades para 'el hacer', diferenciarse del hogar, la junta vecinal u otro espacio educativo no formal. Trabajar en alianza con la familia, sin sobrecargar a los estudiantes con tareas repetitivas, que sólo generan estrés en los hogares y muchas veces se traducen en castigos.
Se debe aprovechar el potencial y responsabilidad de ésta para lograr los requerimientos que permitan complementar la educación de las personas, entregando a los docentes un terreno fértil para desempeñar una de las profesiones más difíciles de la sociedad.