El Arte como Deuda Impaga
Solamente con anotar las cuestiones pendientes que nos persiguen, las cotidianas y domésticas tareas no resueltas o los trabajos acumulados que hemos dejado para otro momento, sólo escribiendo esas simples deudas con el mundo o con nosotros mismos, podemos hacer un relato o un texto poético, uno que nos justifique ante la vida y nos dé el espesor simbólico que necesitamos para sobrevivir. En lo personal, debo un par de cuentas impagas que espero solventar en los próximos días, como todos. Debo también visitas al médico y realizar algunas compras navideñas, y para la casa. Todo eso me puede provocar angustia, ataques de responsabilidad, sensaciones de fracaso y hasta depresiones. En otras oportunidades hacemos un trámite que visualizábamos como eterno y nos ponemos felices, porque sentimos que todavía tenemos capacidad para resolver problemas. El mundo que nos propuso Kafka en que la vida misma era una experiencia burocrática que nos hacía sucumbir, siempre está muy presente. El Estado moderno, eso sí, ha sofisticado sus modos, la tecnología es de gran ayuda o un sistema de control más efectivo. Pero lejos, a mucha distancia, las deudas afectivas son las más complicadas de pagar. Consignarlas en una hoja o en una pantalla puede ser objeto de sufrimiento. Los sistemas familiares son grandes proveedores de esas deudas, por lo general, impagas. Muchas veces eso se extiende a las redes de amistad y de fidelidad profesional y política.
Como entidad culturosa me toca asistir a una infinidad de presentaciones y lanzamientos de distinto tipo de obras que salen al mercado. En ese tipo de situaciones se producen una gran cantidad de conversaciones que implican deudas, porque tienen la estructura de la negociación práctica que supone una serie de experticias técnicas e inversiones políticas (entiendo la política como sistema de procedimientos y pautas de acción), simbólicas y de recursos retóricos. De circunstancias como esas surgen una gran cantidad de deudas, producto de acuerdos, de complicidades político afectivas, proyectos y conspiraciones (todo proyecto en el fondo es una conspiración), gestos de amor y de odio, y voluntades de producción de obra.
La deuda se acrecienta a medida que uno se hace más viejo y las experiencias conversacionales se estandarizan; recuerdo que las experiencias conversacionales son gran parte del trabajo cultural y político (es mucho más amplio que el lobby, aunque podría contenerlo). Si en este instante hiciera un catastro de lo adeudado, debiera partir por lo siguiente: debo prólogos, reuniones, datos generales, acuerdos, correos, currículos, resúmenes, informes varios, más de alguna sonrisa, un llamado nocturno, uno que otro rasquerío u ordinariez, una fidelidad manipulatoria y quizás un apoyo estratégico, y más de algún regalo navideño y hasta un abrazo de año nuevo.
Cuando uno es fóbico aumenta la conciencia de deuda, el sujeto patológico o el sicópata suele creer que no adeudan nada, al contrario. Hay que tener mucho cuidado con ese tipo de operadores, porque ya no son personas, son sólo agentes de demanda y ambición. De ahí suele surgir un político y/o un artista sin una pizca de pudor y con una voluntad de poder desmedida y con poco asiento en eso que llaman lo real, que todos sabemos que es una zona imaginaria asentada en lo simbólico. Es probable que una novela surja del conflicto de un sujeto acreedor que debe pagar una deuda.
Es posible reducir la vida de las comunidades, como alguna vez apuntó Nietzsche, como una relación entre acreedores y deudores. De ahí esa extraña noción de cobro sentimental con que manipulamos a nuestros cercanos, de donde surgen las culpas y los culpables. En fin, lo por hacer, lo postergado, puede convertirse en un eje de la acción con que combatimos la desafección y la desesperanza.
Marcelo Mellado