Tres adelantos: del tordillo al rapper
"La mujer me escaneó con el mismo estupor con que la noche anterior me había dicho por teléfono que no entendía mi insistencia en ir cuando ella bien podía enseñar las pinturas sola. Yo era directora, secretaria, cadeta y guía en mi empresa, así funcionaban esos tours privados que me mantenían a flote, le había intentado explicar, aunque no con esas palabras. 'Está bien, veo que es ambiciosa, la espero a las doce', dijo ella antes de cortar. Y ahí estaba yo al día siguiente, chorreando agua sucia sobre su parquet encerado. La mujer mandó traer un calzado alternativo. Minutos después, yo oficiaba de guía en peludas pantuflas blancas para un grupo de personas que me había perdido todo respeto. Lo único que me quedaba era el comentario ingenioso, el ojo sagaz, y venia más o menos encaminada cuando me topé con un tordillo que galopaba hacia mí bajo un cielo color peltre. Miré a mi anfitriona un instante; no fue más que un microsegundo, pero mis ojos estaban condenados a no engañar a nadie. Ella sonrió satisfecha:
-Alfred de Dreux. ¿No lo ven en la facultad? ¿En siglo diecinueve? -dijo mientras prendía un cigarrillo con boquilla de marfil entre sus largos dedos, de los que era obvio que se enorgullecía".
"Hubert Robert no inventó la estética del colapso pero la llevó a su gloria. La poética de la ruina era la moda a fines del siglo dieciocho y el joven Robert la había conocido a través de su maestro René Slodtz. Fue Slodtz quien le contagió el gusto por las folies: el uso de columnas, pagodas y obeliscos para la decoración de jardines. No importaban la cultura ni el periodo al que pertenecieran, sólo interesaba que fueran antiguas, que estuvieran rotas, y por sobre todo que fueran falsas. Toda residencia aristocrática, para ser considerada como tal, debía tener sus ruinas falsas desperdigadas con exquisito cuidado por el parque. En situaciones extremas se llamaban 'jardines terribles' e incluían la sensación de vivir al borde de la catástrofe con grutas que escupían lenguas de fuego, volcanes que entraban en erupción y lluvias torrenciales que caían sin aviso".
"Es inevitable. Uno habla de sí mismo todo el tiempo, uno habla tanto que termina por odiarse. Cuando me canso de mí, de las volteretas que da mi cabeza, pienso que quizá no sea una mala idea terminar siendo un fantasma. Me refiero a uno de esos espíritus molestos que en la jerarquía fantasmal están abajo de todo. Son las rubias sin cerebro entre los espíritus y una de sus principales funciones es asustar a los inquilinos en los departamentos viejos. Rappers, los llaman los ingleses. Yo creo que, de haber vacantes disponibles, iría derecho a visitar a Fabiolo. Agitaría las cortinas de voile de su habitación una noche sin viento, dibujaría signos de interrogación con pasta de dientes en el espejo del baño, abriría las canillas de la cocina en medio de la noche, y cada vez que lo llamara una chica, una de esas perras sifilíticas que lo acosan por teléfono, me metería en la conversación sólo para largar maldiciones en arameo. Qué risa. Ser un espíritu inquieto, sentir que mi cuerpo se desmaterializa, mi plúmbeo cerebro sobre todo: desprenderme de los arrebatos que son mi cárcel, del magma que brota de mi corazón las veinticuatro horas, volverme ondas intermitentes de energía, centelleos caprichosos del Más Allá... En fin, parar de pensar, eso sería la gloria".
Lecturas sugeridas
Adelantos de tres cuentos del libro
"El nercio óptico", de María Gainza.
Estos son algunos libros publicados recientemente que proponemos leer, regalar o sumar a la lista de pendientes.